Cuando leíste por primera vez los tres consejos que daba el romano Horario para ser buen escritor, tú ya llevabas tiempo practicándolos: «Escribir poco, leer mucho, amén de borrar mil veces lo escrito». Así lo proclamaba el gran poeta de la Antigüedad; y, si bien se considera, tales consejos son lógicos: hay que hacer poco, para poder concentrarse bien en lo que se hace, y hay que hacerlo despacio y tranquilamente, pues las prisas y el cansancio restan calidad a la labor. Por otra parte, tiene sentido que haya que leer mucho (tanto lo propio, para corregirlo, como lo ajeno, para hallar modelos de los que aprender y, por consiguiente, inspiración). Y, sobre todo —y esto es lo más importante—, hay que pulir lo que se compone; y no una ni dos ni tres veces, sino infinitas más, ya que los errores, las repeticiones, las contradicciones y el prosaísmo son inevitables en el proceso de creación literaria y, hasta que no se eliminan los defectos más gordos, no se ven los más leves. Al fin y al cabo, escribir consiste, salvo en el caso de lo puramente autobiográfico, en contar mentiras (bonitas y engalanadas con buen lenguaje, pero mentiras); y ya se sabe que el que miente incurre en contradicciones, omisiones, imprecisiones, reiteraciones inútiles y demás…
No debe extrañarte que un romano del siglo
I a. C. hubiese acertado a expresar tan bien la receta para ser escritor, ya
que a los romanos siempre se les ha presumido, por su gran pragmatismo, el
haber conectado de manera especial con la naturaleza de las cosas, hasta el
punto de que en algunos períodos históricos posteriores —el Renacimiento y el
Neoclasicismo— se considerase que solo era verdadero artista quien se ajustaba
a los modelos literarios, escultóricos, pictóricos y arquitectónicos romanos
(que, dicho sea de paso, los habían tomado de los griegos), ya que se
consideraba que, al ajustarse a tales modelos, el artista se estaba ajustando a
la razón. Y por muchísimos siglos el derecho romano (este ya no tomado de los
griegos, sino creación original del pueblo del Lacio) se ha considerado el único
derecho completo y válido —y era el único derecho positivo que se enseñaba en las universidades—.
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