lunes, 1 de abril de 2024

ENTRE SONETOS Y ENDECASÍLABOS BLANCOS


Todavía hoy en día se cultivan el soneto y el endecasílabo blanco.

En la época actual la mayor parte de los poetas abraza el versículo: permite expresarse con total libertad, permite recoger de manera más inmediata el pensamiento y los sentimientos del autor, y que estos lleguen más puros —si lo queremos decir así— al lector u oyente, ya que las palabras y las imágenes fluyen sin las restricciones que en los siglos pasados imponían las reglas de la métrica y la rima.

Sin embargo, no deja de causar una maravillosa y agradable perplejidad el ver que de cuando en cuando un poeta decida voluntariamente volver atrás la vista y componer alguna de sus obras de la manera en que lo hacían los clásicos.

Y, al elegir el poeta de hoy la estrofa del ayer en la que se atreverá a verter su ingenio, es, sin duda, el soneto la que se lleva la palma: su estructura fija de catorce versos endecasílabos divididos en dos cuartetos y dos tercetos, es, como se dice coloquialmente, todo un reto, y obliga al escritor a alcanzar el máximo de precisión tanto en la elección del tema como en el modo de comunicarlo, pues, en el fondo, un soneto, más que con cualquier otro poema, se debería comparar con una fábula, con un aforismo, con una máxima vital o filosófica...

O, como dice el poeta Dan Russek valiéndose, justamente, de dicha estrofa:


«Colorido el soneto se despliega

como un juego de niños donde rige

la lucidez que la emoción exige

y que la justa palabra congrega.

El pensamiento verso a verso agrega,

pero tan pronto empieza, se dirige

al nudo ineludible que le inflige

el destino que todo lo disgrega.

El soneto, mal que bien redactado

en torpe operación de corte y pega,

como cuento de infancia ya contado

se encamina a su fin en tal estado

que en el silencio cabal se repliega

al declarar colorín colorado».


La otra forma —no ya estrofa— que se suele ver en los modernos que abrazan la métrica clásica son los endecasílabos blancos: en esta clase de poemas, que pueden tener cualquier extensión, se prescinde de la rima, pero no de la regularidad de cada verso, que tiene inexcusablemente once sílabas, lo que permite gran libertad de expresión sin renunciar a la musicalidad  (produciendo una especie de música callada, por usar el conocidísimo oxímoron, que se observa mucho mejor cuando se lee en voz alta). Su uso, además, imprime a la obra una mayor apariencia clásica, ya que, aunque el origen del endecasílabo blanco está, como el del soneto, en el Renacimiento italiano, las composiciones en esta clase de endecasílabo pretendían imitar la poesía de griegos y romanos, que era muy rígida respecto de la métrica, pero carecía de rima.

Como ejemplo, podemos poner estos versos de Fernando Ortiz, Memorias de un niño leído:


«Verano, la campiña, la cocina

a través de una puerta se abre al campo.

Trajinaban en ella las mujeres.

Y por aquella puerta yo salía

al huerto, y arrancaba de la mata

para mordisquearlo, un buen tomate,,

y escogía los frutos bien maduros

del árbol, con pericia de un experto.

Agotado del juego matutino,

a comer me llamaban, y el gazpacho

embaulaba y algún plato riquísimo.

Luego a dormir la siesta. Por la tarde,

en un sillón de mimbre me sentaba

bajo las buganvillas del jardín.

Y pensaba qué triste era mi vida».


La vuelta a la tradición no es algo anacrónico, sino la demostración de que la libertad creadora puede compaginarse con la forma y que en la forma, en la mera forma, supuestamente fría, muchas veces se halla también, sorprendentemente, la belleza. 



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