Hasta hace no tantos años, aun después que se popularizara el uso de Internet, lo más normal era que la gente leyera lo que otros —los escritores— escribían. Esos escritores eran literatos o periodistas y publicaban en papel —y, en época más reciente, de forma digital— para un público que se limitaba a comentar lo que leía con sus allegados o, a lo más, se atrevía a enviar alguna carta al escritor (¿quién no recuerda la sección de cartas al director de los periódicos impresos?). La posibilidad de entablar un diálogo o aun una discusión con el escritor quedaba limitada, por lo general, a otros escritores, que disponían de los medios adecuados para interrelacionarse. A los simples lectores tal cosa les estaba vedada.
Pero, a medida que Internet se ha ido desarrollando y, sobre todo, a medida que las redes sociales se han convertido en parte de nuestra vida, la distancia que separaba al escritor del lector se ha reducido hasta casi desaparecer, porque es cada vez más frecuente que el segundo no se limite a leer al primero en el cibersitio en que escribe, sino que le haga también comentarios más o menos extensos en el espacio allí predispuesto para ello. Y, si el escritor le responde, se puede entablar entre ambos una larga conversación digital y, si a ambos les da la gana, hasta una discusión…; de suerte que ya somos lo que los anglosajones han dado en llamar wreaders (writters-readers, o lectoautores en español). Y, comoquiera que los algoritmos de esos cibersitios favorecen a quien más interactúa (dándole más visibilidad en el propio cibersitio), animan a interactuar más, con lo que no es de extrañar que las discusiones digitales se vuelvan el pan nuestro de cada día, ni que se difundan informaciones falsas o sin la debida confirmación con la única intención de desencadenar polémicas. Algunos claman contra tales prácticas, pero quizás no sean sino la consecuencia inevitable de haber pasado de escritores y lectores a lectoautores, ya que los progresos y las transformaciones, de cualquier clase que sean, tienen sus consecuencias positivas y negativas (como dice muy bien el refrán castellano, «quien coma la carne que roa el hueso»).
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