Cuando te dan una charla sobre cómo escribir, siempre te dicen que hay dos clases de escritores: el de mapa y el de brújula.
El escritor de mapa es el que, antes de arrojarse a escribir, traza en un papel todos los capítulos, partes o escenas de la futura obra, incluyendo lo que va a pasar en cada momento, los personajes que intervendrán y el asunto sobre el que versarán los diálogos; de manera que después, al escribir, la tarea consistirá únicamente en desarrollar lo que en el papelito de marras ha trazado.
La otra clase de escritor, que es el de brújula, no hace nada de eso; sino que deja correr la pluma libremente, y va improvisando lo que sucede, los diálogos, la aparición de tales o cuales personajes y el tema de los diálogos, todo ello según le acuden las ideas a la cabeza.
Acto seguido, los que te están dando la charla te aclaran rápidamente que lo de ser escritor de brújula no está bien visto. La improvisación —el dejarse llevar sin más ni más de la inspiración— no gusta, ya que se considera que dicha técnica —falta de técnica, en realidad— producirá obras descuidadas, sin trabazón, llenas de contradicciones y que abrumarán al lector o espectador explicaciones sobre por qué se cambia de trama o por qué un personaje que decía antes una cosa pasa después a decir la contraria.
A tu memoria, entonces, te viene el recuerdo de alguna obra así. Por ejemplo, la comedia Milagro en la Plaza del Progreso, de Miguel Mihura. Recuerdas que en ella se notaba que, al paso que la iba componiendo, el autor vacilaba sobre si lo que estaba escribiendo debía considerarse milagroso o racional, y forzaba situaciones y explicaciones según se inclinaba a una explicación o a la contraria.
También recuerdas que a otros autores se los tacha de dejarse llevar demasiado por la improvisación, como al clásico Juan de la Cueva o a Pío Baroja —quien lo reconocía sin ambages—; si bien las obras de estos dos no llegaban a los extremos a los que don Miguel Mihura llegó en Milagro en la plaza del progreso y alguna que otra de sus comedias.
Y entonces los de la charla, te dan el consejo que no esperabas: no que seas escritor de mapa, sino que combines sabiamente ambas técnicas; que escribas un borrador inicial «a tontas y a locas» para recoger las ideas ingeniosas y frescas que te puedan surgir llevado de la improvisación, y que después hagas un plan para ordenar todo eso a fin de que quede coherente (esto es, que primero te comportes como escritor de brújula y después, como escritor de mapa).
Y tú, queriendo poner por obra el consejo, que tan bien suena, te lanzas a escribir para tratar de atrapar alguna idea ingeniosa y fresca; y escribes todo lo que se te pasa por la cabeza, tal como se te pasa. Y en pocos días terminas el borrador de una nueva obra. Y te sientes eufórico. Y piensas: «Ya solo queda hacer el plan y ajustar la obra a él». Pero, al hacer el plan y ponerte con los ajustes, te queda reducida a la mitad, e insulsa, porque los trozos que te parecían los mejores los tienes que quitar al ser impertinentes o contradictorios… Y das vueltas y revueltas, pero no hallas manera de encajar aquellos maravillosos hijos de la improvisación del escritor de brújula en el plan del escritor de mapa; y te preguntas, casi llorando, si realmente pueden coexistir en la misma persona ambas clases de escritores.