jueves, 14 de marzo de 2024

¿ESCRITOR DE MAPA O ESCRITOR DE BRÚJULA?


¿De verdad se puede ser a un mismo tiempo escritor de brújula y escritor de mapa?

Cuando te dan una charla sobre cómo escribir, siempre te dicen que hay dos clases de escritores: el de mapa y el de brújula.

El escritor de mapa es el que, antes de arrojarse a escribir, traza en un papel todos los capítulos, partes o escenas de la futura obra, incluyendo lo que va a pasar en cada momento, los personajes que intervendrán y el asunto sobre el que versarán los diálogos; de manera que después, al escribir, la tarea consistirá únicamente en desarrollar lo que en el papelito de marras ha trazado.

La otra clase de escritor, que es el de brújula, no hace nada de eso; sino que deja correr la pluma libremente, y va improvisando lo que sucede, los diálogos, la aparición de tales o cuales personajes y el tema de los diálogos, todo ello según le acuden las ideas a la cabeza.

Acto seguido, los que te están dando la charla te aclaran rápidamente que lo de ser escritor de brújula no está bien visto. La improvisación —el dejarse llevar sin más ni más de la inspiración— no gusta, ya que se considera que dicha técnica —falta de técnica, en realidad— producirá obras descuidadas, sin trabazón, llenas de contradicciones y que abrumarán al lector o espectador explicaciones sobre por qué se cambia de trama o por qué un personaje que decía antes una cosa pasa después a decir la contraria.

A tu memoria, entonces, te viene el recuerdo de alguna obra así. Por ejemplo, la comedia Milagro en la Plaza del Progreso, de Miguel Mihura. Recuerdas que en ella se notaba que, al paso que la iba componiendo, el autor vacilaba sobre si lo que estaba escribiendo debía considerarse milagroso o racional, y forzaba situaciones y explicaciones según se inclinaba a una explicación o a la contraria.

También recuerdas que a otros autores se los tacha de dejarse llevar demasiado por la improvisación, como al clásico Juan de la Cueva o a Pío Baroja —quien lo reconocía sin ambages—; si bien las obras de estos dos no llegaban a los extremos a los que don Miguel Mihura llegó en Milagro en la plaza del progreso y alguna que otra de sus comedias.

Y entonces los de la charla, te dan el consejo que no esperabas: no que seas escritor de mapa, sino que combines sabiamente ambas técnicas; que escribas un borrador inicial «a tontas y a locas» para recoger las ideas ingeniosas y frescas que te puedan surgir llevado de la improvisación, y que después hagas un plan para ordenar todo eso a fin de que quede coherente (esto es, que primero te comportes como escritor de brújula y después, como escritor de mapa).

Y tú, queriendo poner por obra el consejo, que tan bien suena, te lanzas a escribir para tratar de atrapar alguna idea ingeniosa y fresca; y escribes todo lo que se te pasa por la cabeza, tal como se te pasa. Y en pocos días terminas el borrador de una nueva obra. Y te sientes eufórico. Y piensas: «Ya solo queda hacer el plan y ajustar la obra a él». Pero, al hacer el plan y ponerte con los ajustes, te queda reducida a la mitad, e insulsa, porque los trozos que te parecían los mejores los tienes que quitar al ser impertinentes o contradictorios… Y das vueltas y revueltas, pero no hallas manera de encajar aquellos maravillosos hijos de la improvisación del escritor de brújula en el plan del escritor de mapa; y te preguntas, casi llorando, si realmente pueden coexistir en la misma persona ambas clases de escritores.

 


martes, 12 de marzo de 2024

SI LO HUBIESES SABIDO... SI LO HUBIESES SABIDO...


Plantearse qué cambiaríamos si pudiésemos viajar atrás en el tiempo es absurdo, pues, cuando tomamos la decisión que hoy consideramos errada, no sabíamos lo que iba a ocurrir.


«¿Qué cambiarías si pudieras volver atrás en el tiempo?».

Esta pregunta, y otras similares, constituyen un tópico universal; y por eso solemos oírlas por doquier en entrevistas, tertulias y análisis de toda clase de asuntos.

En cuanto a las respuestas, la mayor parte de las personas contesta cosas como que no se habría centrado en ganar dinero, sino en conservar la salud; que habría pasado más tiempo con sus padres —a los que perdió pronto—; que habría escrito novelas y obras de teatro sobre asuntos distintos de los que las escribió; que habría dejado su trabajo para dedicarse a uno que de verdad le gustase; o que habría empleado el tiempo libre en viajar y conocer las pirámides de Egipto o el Taj Mahal.

Estas respuestas sirven de fundamento para que los expertos —expertos en no se sabe qué, dicho sea de paso— nos repitan con frecuencia que hay que hacer todo lo que a uno se le antoje, para no lamentarse después por no haberlo hecho.

No obstante, si con calma lo consideramos, la pregunta —y, por tanto, las respuestas— adolecen de un vicio muy grave: que olvidan que, cuando el sujeto tomó la decisión que hoy juzga errada, no sabía qué iba a pasar a continuación: no podía saber que la forma en que ganaba dinero le mermaría la salud, ni que sus padres no vivirían mucho, ni que sus obras literarias no tendrían el éxito esperado, ni que podía encontrar un trabajo mejor que el que tenía, ni que podía dedicar el tiempo libre a otras cosas que a las que en su día lo dedicó… Decidió atender a lo que entonces le parecía lo más importante, y no podía saber de antemano que el resultado de su decisión lo defraudaría. Por eso, si pudiese volver atrás y cambiar aquello con lo que no quedó satisfecho, al cabo de los años, quizás se lamentaría nuevamente de alguna de las nuevas decisiones que tomara… ¿Y por qué? Precisamente porque no podría prever de antemano las nuevas consecuencias de las nuevas decisiones.

Dicho de otra manera: las preguntas que versan sobre qué se cambiaría de lo pasado presuponen tácitamente que en la vida las cosas están claras y no envueltas en la incertidumbre, y que, por lo tanto, los resultados de nuestras decisiones se pueden prever siempre sin gran dificultad. Pero dichos resultados, en el noventa y nueve por ciento de las veces, no se ven hasta después de tomar la decisión, la cual precisamente es la que sirve para acabar con la incertidumbre que había; y lo que es más: si saltasen a la vista las consecuencias antes de tomar las decisiones, entonces, por pura lógica, nadie se equivocaría nunca.



martes, 5 de marzo de 2024

LOS CONSEJOS DE HORACIO


Los tres consejos del romano Horacio para ser buen escritor siguen todavía hoy tan vigentes como en la Antigüedad.


Cuando leíste por primera vez los tres consejos que daba el romano Horario para ser buen escritor, tú ya llevabas tiempo practicándolos: «Escribir poco, leer mucho, amén de borrar mil veces lo escrito». Así lo proclamaba el gran poeta de la Antigüedad; y, si bien se considera, tales consejos son lógicos: hay que hacer poco, para poder concentrarse bien en lo que se hace, y hay que hacerlo despacio y tranquilamente, pues las prisas y el cansancio restan calidad a la labor. Por otra parte, tiene sentido que haya que leer mucho (tanto lo propio, para corregirlo, como lo ajeno, para hallar modelos de los que aprender y, por consiguiente, inspiración). Y, sobre todo —y esto es lo más importante—, hay que pulir lo que se compone; y no una ni dos ni tres veces, sino infinitas más, ya que los errores, las repeticiones, las contradicciones y el prosaísmo son inevitables en el proceso de creación literaria y, hasta que no se eliminan los defectos más gordos, no se ven los más leves. Al fin y al cabo, escribir consiste, salvo en el caso de lo puramente autobiográfico, en contar mentiras (bonitas y engalanadas con buen lenguaje, pero mentiras); y ya se sabe que el que miente incurre en contradicciones, omisiones, imprecisiones, reiteraciones inútiles y demás…         

No debe extrañarte que un romano del siglo I a. C. hubiese acertado a expresar tan bien la receta para ser escritor, ya que a los romanos siempre se les ha presumido, por su gran pragmatismo, el haber conectado de manera especial con la naturaleza de las cosas, hasta el punto de que en algunos períodos históricos posteriores —el Renacimiento y el Neoclasicismo— se considerase que solo era verdadero artista quien se ajustaba a los modelos literarios, escultóricos, pictóricos y arquitectónicos romanos (que, dicho sea de paso, los habían tomado de los griegos), ya que se consideraba que, al ajustarse a tales modelos, el artista se estaba ajustando a la razón. Y por muchísimos siglos el derecho romano (este ya no tomado de los griegos, sino creación original del pueblo del Lacio) se ha considerado el único derecho completo y válido —y era el único derecho positivo que se enseñaba en las universidades—. 



sábado, 2 de marzo de 2024

EL CINE Y EL PÉNDULO

 

Entre el relato «El pozo y el péndulo», de Edgard Allan Poe, y la película de 1961 hay diferencias que no se entienden si no se ha leído el relato.

El pozo y el péndulo es uno de los relatos más conocidos del escritor estadounidense Edgard Allan Poe. En él se describen los pensamientos y angustias de un condenado por la Inquisición española en una celda donde acontecen varias escenas, entre ellas el verse atado bajo un péndulo con una cuchilla que desciende para matarlo; y, después de liberarse del terrible artificio, el movimiento de las paredes, que lo empujan a caer en un pozo. Todo ello ante la atenta mirada de los inquisidores.

La adaptación más famosa que de tal obra se ha hecho al cine ha sido la película The pit and the pendulum (1961), de Roger Corman (titulada en español El péndulo de le muerte), que se asemeja muy vagamente a lo del relato, ya que la historia gira en torno a la muerte de la hermana del protagonista —un inglés— en un castillo en España; y solamente los últimos minutos se corresponden con la escena del péndulo (quedando lo del pozo bastante difuso).

El mayor inconveniente de la película es, como ya comentamos en su día sobre la película Macbeth, de Justin Kurzel (2015) en el artículo Dos adaptaciones cinematográficas, que no se entiende si no se ha leído el cuento de Poe. Parece presuponer que todos los espectadores sabían perfectamente los pormenores que rodeaban al condenado por la Inquisición, y que hallarían gusto reparando en las similitudes y diferencias que había entre la cinta y el texto.

Eso tal vez en 1961 sería posible, pero en una época como la nuestra, tan poco aficionada a la lectura de relatos clásicos, merece reflexión.