Sucedió con motivo de la conversación que tuviste con un amigo con quien te encontraste varios días seguidos.
Llevabas ya cinco años obsesionado con que habías alcanzado la madurez literaria y, por consiguiente, te dedicabas a corregir textos ya escritos en vez de a escribir cosas nuevas. Sin embargo, y sin saber ni cómo ni por qué, aquel amigo te inspiró una obra.
Y no una obra cualquiera. Una obra dialogada, como El abuelo de Pérez-Galdós o La Celestina de Rojas. Fue raro, porque desde tu juventud, en que habías cultivado los tres géneros literarios, te habías dedicado principalmente a la novela.
Empezaste a buscar los viejos textos teatrales de aquella época (en su mayor parte fragmentos que no habían cuajado en un drama completo) y, sin saber cómo, tu mente comenzó a enlazar unos con otros, a idear nuevos trozos, a tejer una historia como hacía años que no tejías.
Comenzaste a escribir como hacía años que no escribías: por la mañana y por la tarde, miles de palabras que casi salían solas. ¡Ya no te acordabas de lo que era escribir así!
Presa de este impulso pasaron una semana, dos, tres, cuatro… Sin embargo, a mediados del segundo mes el impulso comenzó a decaer.
Leíste algunos libros para recuperarlo. Las ideas ya no se convertían en palabras tan bien como antes, pero aguantaste hasta la octava semana.
Sin embargo, pasados los dos meses te diste cuenta de que habías cometido una contradicción muy gorda (como las de tantas obras que has escrito) y debías reestructurar una parte de la historia.
¡Y aquí sí que se acabó el impulso! Cada día que pasaba escribías menos palabras y menos te satisfacía. En una semana dejaste de escribir.
***
Han pasado ocho meses desde la conversación con tu amigo y dos y medio desde que abandonaste la pluma.
Escribiste como tres cuartos de la obra. Ocasionalmente, tienes ideas para lo que falta; pero no eres capaz de escribirlas: no son de la calidad de las que venían entonces.
Suspiras por aquel impulso, deseando que vuelva.
¿Habrán de pasar otros cinco años?
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