Te has puesto a corregir una de tus obras por séptima vez.
Todo iba bien hasta que, en la página XX, has encontrado una contradicción con algo de la página VI.
En la cuarta corrección habías modificado ligeramente el lugar donde transcurría la acción, porque de lo contrario se producían incoherencias con algo que acontecía a partir de la página XV. De estas incoherencias no te habías percatado ni durante la escritura del original ni en la primera corrección ni en la segunda ni en la tercera…
Pero se te olvidó, al hacer esa cuarta modificación, lo de la página VI.
—¿Por qué no me di cuenta de lo que he descubierto hoy en la cuarta corrección o en la quinta o en la sexta? —preguntas—, ¿por qué?
Y la desazón te invade.
—¿Tan mal escritor soy? ¿Estaré encontrando contradicciones e incongruencias todas las veces que corrija esta obra?
Y añades:
—En mis otros escritos también me han acontecido cosas similares. ¿Nunca pasará una corrección sin que no encuentre ni una sola falta?
Según el romano Horacio, había que leer y borrar mil veces, pero los literatos actuales afirman que ha de llegar un momento en que se diga «¡basta!».
Lo sabes, aunque te lamentas de que no se cumpla el refrán «a la tercera va la vencida».
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