Lejanos quedan ya aquellos años en que llenabas cuartillas fácilmente.
La juventud, con su impulso creador, se ha ido desvaneciendo poco a poco, y lo peor es que no aciertas a ponerle fecha al momento en que empezaste a notarlo.
Ahora, componer poemas, describir paisajes o escribir un diálogo teatral te cuesta más que arar la tierra a tus abuelos (¡qué recuerdos, que también se desvanecen!). Las ideas se agotan casi de inmediato: en unos pocos versos, en unas pocas líneas dices lo que quieres transmitir, cuando hace años habrías sido capaz de escribir varias hojas.
Y la pérdida del impulso creador no ha sido todo. Lo ha reemplazado el impulso corrector. El fantasma de Horacio, que leía mil veces lo escrito y mil veces lo borraba, ha ido ocupando el espacio dejado por las ideas frescas y originales.
Cada cierto tiempo relees las obras que has escrito y siempre les encuentras algún fallo: un ripio en un soneto, una contradicción en la trama policíaca, una salida poco natural de los personajes del escenario…
—¿Por qué no reparé en ello la vez anterior? —te preguntas—. Hace un año encontré tales errores; hace dos años, otros distintos…
Y te asustas. Oyes en tu mente las palabras que tantos autores oyeron: «¡Dedícate a otra cosa!».
—Pero ¿cómo voy a dedicarme a otra cosa? ¿Cómo abandonar después de tantos años? La literatura es mi pasión; mi única afición… Yo, que soñaba con que la gente leyera mis obras, ¿voy a renunciar a mi sueño así, sin más? ¿Acaso puedo dejarlo como dejé los juguetes cuando llegué a la adolescencia? ¿Qué o quién me devolverá todo el tiempo que he invertido en escribir?
Entonces tu alma grita: «¡No!, ¡no!, ¡no!».
Y sales a la
calle a despejar la cabeza, a intentar olvidar tus negros pensamientos.
Quieres ir al parque, pero el instinto te guía a la biblioteca. Ves todos esos libros entre los que soñabas que algún día estuvieran los tuyos.
Y, tras ojear unos y otros, encuentras unas frases que te animan:
«Ya no me gustaba escribir por escribir, ni escribía con facilidad, esa facilidad que es incompatible con el escritor, y cuando existe el escritor deja existir ella».a
¡Benditas
palabras que te mueven a pensar que todo ha merecido la pena!
aEnrique Jardiel Poncela. Usted
tiene ojos de mujer fatal. Angelina o el honor de un brigadier. Edición de
A.A. Gómez Yebra. Clásicos Castalia (1995). Pag 15.
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