Uno de los tópicos literarios que suelen oírse es que la poesía es un género esencialmente juvenil, ya que depende de la pasión, el arrojo, la esperanza y la fantasía —todo ello muy propio de los primeros años de la vida del hombre—, a diferencia de la narrativa y el teatro, que requieren del orden y la disciplina que da el paso los años. Por eso suele concluirse que quien no ha escrito un gran poema antes de los treinta años es probable que ya no lo escriba nunca; y, a la inversa, que quien crea que ha escrito una buena novela o un buen drama antes de esa edad, en realidad, no ha escrito algo tan bueno.
Pero, como ocurre con todos los tópicos, ni aciertan del todo ni fallan tampoco del todo, pues hay casos de poetas que triunfaron muy jóvenes y casos de poetas que brillaron toda su vida.
Así, por ejemplo, los grandes líricos romanos Tibulo, Catulo y Propercio murieron con poco más de treinta años, dejando tras de sí el conjunto de poesías por el que son universalmente recordados; Baudelaire y Walt Withman empezaron a publicar sus poemarios —Las flores del mal y Hojas de Hierba— con 36 años (que recogían poemas de muchos años antes); Arhur Rimbaud dejó de escribir con 20 años; Gustavo Adolfo Bécquer y Miguel Hernández murieron, al igual que los romanos antes mencionados, con poco más de treinta años; y Pablo Neruda escribió sus Veinte poemas de amor y una canción deseperada, su obra más famosa, con 19 años…
Por el contrario, otros poetas como Publio Ovidio Nasón, Lope de Vega, Pierre de Ronsard, Antonio Machado y Jorge Luis Borges estuvieron escribiendo grandes obras líricas hasta poco antes de su muerte; y Juan Ramón Jiménez publicó Espacio, el que se considera su mejor poema, con sesenta años (poco más de diez años antes de morir).
Lo
dicho: que lo de que el poeta ha de estar animado por el impulso juvenil es un
mero tópico.