Dijo hace muchísimos siglos el jurista romano Paulo: Qui tacet, non utique fatetur, sed tamen verum est eum non negare ('el que calla no confiesa, pero tampoco niega’), lo que contradice la conocidísima máxima popular de que «el que calla otorga». Y, si bien lo consideramos, lo que quiera significar el silencio es un misterio. Se nota muy bien en el mundo teatral, en el que puede llegar a decir tanto o más que un párrafo de texto entero, ya que allí el silencio no es solo un medio de indicar pausas, sino que sirve por sí mismo para generar tensión y expectativas, para recalcar lo que se ha dicho previamente o hasta para terminar conversaciones aparentemente interminables. Y lo más curioso es que, aunque el inmenso poder del silencio se manifiesta en su plenitud durante la representación por obra y gracia de los actores, ya está latente en el texto que ha escrito el dramaturgo, en el que la mera acotación que indica silencio —acompañada o no de algún adjetivo como tenso, inquietante, nervioso, agobiante— le transmite al lector las más variadas sensaciones. Algunos autores modernos hasta han hecho del silencio una característica de su forma de componer teatro, como es el caso de Samuel Beckett y su Esperando a Godot, obra en la que todos los críticos reconocen que el silencio tiene tanta importancia como las palabras.
El silencio en la vida —y en el teatro, que es trasunto de la vida— no puede considerarse una cosilla menor, como diríamos coloquialmente, ni se puede entender de una única manera. Es un lenguaje en sí mismo.
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