Tenías quince años cuando te interesaste
por primera vez en el teatro de los antiguos griegos.
Hasta entonces, tu afición al
teatro —ya bien definida desde los doce años— solo te había conducido a García
Lorca, Shakespeare y Calderón de la Barca.
Un día, sin quererlo, en un
libro sobre literatura general, leíste un artículo sobre la Orestea: una trilogía de un escritor al que no conocías, llamado
Esquilo.
Se componía de las obras
tituladas Agamenón, Las coéforas y Las Euménides.
El artículo hablaba poco sobre la estructura y argumento de las obras, pero se refería a ellas con tal derroche de elogios que sentiste la necesidad de leerlas, empezando por la primera.
¡Qué gran sorpresa!
No había más que dos o tres
personajes en cada escena; apenas se movían; abundaban los parlamentos y en los
diálogos, cuando los había, cada personaje no solía decir más de una o dos
líneas.
Pero lo más curioso era el coro con su corifeo. Tuviste la impresión de que era un entrometido, de que no dejaba de incordiar a Clitemnestra, a Agamenón, a Casandra… Y cuando matan a Agamenón dentro del palacio, se entretiene hablando, en vez de entrar a toda prisa (tiempo más tarde descubrirías que no podía moverse, pues tenía un sitio reservado para él en el teatro).
Después de Agamenón, leíste Las coéforas y Las Euménides; y después a otros antiguos griegos como Sófocles y
Eurípides, y las tragedias de Séneca.
Y buscaste si en la literatura
española alguien había intentado imitar aquel teatro que consideraste tan
extraño, con su extraño coro. Y encontraste que fueron unos pocos autores.
Entre ellos, Jerónimo Bermúdez, con Nise
lastimosa y Nise laureada; y
Cristóbal de Virués, con Dido Elisa,
pero sus coros apenas hablan con los personajes y su función principal es
señalar el paso de un acto a otro.
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