Estás releyendo los poemas que le escribiste hace muchos años a una persona a la que querías y que no te correspondió.
Notas, al releerlos, que no sientes nada de lo que sentías entonces. Recuerdas, lógicamente, que te invadía el dolor, pero ya ni siquiera queda —ni, mucho menos, revive— un atisbo de aquel dolor y, por ende, tampoco de aquel afecto.
Por eso no te dices a ti mismo «¡cuánto la quise!», sino «¡qué hermosos versos escribí!». Tu mente de escritor (pues no has parado de escribir en estos diez o quince años que han pasado) ya solo se percata de lo bien que te salieron los versos, de las imágenes que usaste, de la fluidez que conseguiste imprimir a las palabras a pesar de lo rígido de la métrica y de la rima. Te enorgulleces de haber sabido imitar a los modelos que leías en la escuela siendo casi un niño (Garcilaso, Quevedo, Machado, Lorca…).
Con razón Pedro Salinas llamaba al dolor «última forma de amar». Con razón decía que
«[…] mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo».
Y tú ahora eres la prueba viva de que, en efecto, es así.
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