Poníamos en un artículo precedente un ejemplo de escritura automática, propia del movimiento literario conocido como surrealismo. Probablemente, el amable lector se haya sentido inspirado para escribir algo parecido, y probablemente —y seguramente— habrá obtenido un resultado mejor que el de los autores de este blog.
Cuando hay que escribir unas líneas o unos versículos se pueden obtener textos realmente interesantes (se le aplica con mucha propiedad el aforismo de Baltasar Gracián «lo bueno, si breve, dos veces bueno».). Sin embargo, la cosa cambia cuando se llenan páginas y páginas de escritura automática. Dejemos volar nuestra imaginación y fantaseemos con que disponemos de una máquina del tiempo y viajamos a lo pasado, cogemos a don Miguel de Cervantes Saavedra y lo traemos a nuestra época, no sin antes pasearnos por el París del siglo XX, en la época de auge del surrealismo. Fantaseemos con que don Miguel se admira tanto con el movimiento literario que decide reescribir su obra cumbre, y el primer párrafo de El Quijote ya no dice esto:
«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Quijada», o «Quesada», que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba «Quijana». Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad».
Antes al contrario, don Miguel nos compone un texto mucho más amplio, al estilo del que sigue:
«En la Mancha, pero no la de limpiar, porque es un
lugar y no algo que cae en la ropa o en el suelo, en la Mancha había un lugar,
pero no sé si puedo acordarme, si debo acordarme, si queréis que me acuerde. La
Mancha no está en ese lugar (y, por ende, no hay que limpiarla), sino que es un
lugar. Y de ese lugar no me acuerdo —o, mejor dicho, no quiero acordarme—…
porque, si quisiera acordarme, os lo diría; y, si os lo dijere, lo sabríais.
Pues en ese lugar había un hidalgo, recientemente, no ha mucho tiempo. No días,
no meses, pero tampoco siglos. No ha mucho tiempo: suponed unos cuantos años.
No ha muchos años (¿veinte?, ¿treinta?, ¿cuarenta?). En la Mancha, un lugar y
en el lugar, un hidalgo. No un hidalgo con una mancha en algún lugar que no se
quitaba con los años. Y en algún lugar de su casa tenía lanza, y un escudo, y
un rocín, y un galgo. No eran lo único que tenía, porque, de lo contrario, no
sería hidalgo. Tenía también ropa. La lanza estaba en un astillero, y el escudo
era una adarga antigua. El rocín y el galgo no eran tan antiguos como el
escudo, pues, de lo contrario, ya habrían muerto. El rocín era flaco y el galgo,
corredor. Si estuvieran muertos no correrían, pero estarían flacos. Y flacos no
se los podría comer…, como comía olla con más vaca que carnero, salpicón por
las noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y palominos
los domingos. Bueno, sí, flacos sí se los podía comer; aunque, entonces,
padecería duelos y quebrantos de hambre. Sin embargo, los duelos y quebrantos
son un plato de la Mancha, no una situación anímica. ¡Y tal vez padecía duelos
y quebrantos por no poder comer más! Por no poder comer más en la Mancha, y no
manchas; aunque, si comía muy deprisa, podría mancharse. Y tal vez alguno
pregunte si no sufría los duelos y quebrantos por no vestir mejor. Pues os digo
que vestía bastante bien: sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas,
pantuflos del mismo material y entre semana se ponía vellorí de lo más fino. ¡Ni
el caballo ni el galgo se vestían tan bien! Aunque con ello puesto quizás
nuestro hidalgo recordara a su lanza y a su escudo, que no estaban hechos de
lentejas, pero que, si os golpeara con ellos, podía produciros duelos y
quebrantos bastantes. Y, más que sayo, pondríais mortaja (calzas opcionales).
»En la casa del lugar que no me acuerdo (¡ya os he
pillado, es que no quiero acordarme, porque, si quisiera, me acordaría!) había
—junto a la lanza en astillero, la adarga antigua, el rocín flaco y el galgo corredor—
una ama, una sobrina y un mozo de campo y plaza. No quiere esto decir que la
ama estuviera en el astillero, la sobrina fuera antigua y el mozo montara al
rocín cuando era de campo y al galgo cuando era de plaza. Solamente indico que
en su casa había más cosas aparte de las ya mencionadas… No, cosas no,
personas. ¡Bueno! Las personas también pueden incluirse entre las cosas, ¿o no?
El ama con el sayo de velarte, la sobrina con las calzas de velludo, y el mozo
de campo y plaza con los pantuflos y el vellorí. Todo esto en la Mancha, no ha
mucho tiempo. La ama (yo no la amo) pasaba de los cuarenta años y la sobrina no
llegaba a los veinte. Nuestra historia puede que haya acontecido hace veinte o
treinta o cuarenta años… ¡No! Cuarenta me parecen muchos. ¿Y cuántos años tenía
el mozo? No lo sé; pero, como ensillaba el caballo y manejaba la podadera, no
podía ser ni un niño ni un anciano. Para anciano ya teníamos a nuestro hidalgo,
y a su adarga, que era antigua (quizás tanto como su lanza).
»El hidalgo andaba alrededor de los cincuenta años
(más que la ama a la que yo no amo y menos que la sobrina), pero no fue ese el
tiempo que tuvo la mancha en su lugar, porque no había tal mancha. Aunque era
de complexión recia, estaba seco (no por falta de agua, sino porque no estaba
gordo, aunque la Mancha está bastante seca si lo comparamos con otros puntos de
la geografía). Ni el cuerpo ni el rostro tenían demasiada carne (humana, no de rocín,
ni de galgo, ni de vaca ni de carnero o de palomino). Madrugaba y cazaba. Le
gustaba mucho cazar, pero no siempre que madrugaba cazaba. Y cazaba en la
Mancha, no manchas, sino animales. Y el galgo corredor —que es un animal— lo
empleaba para cazar (animales), y de fijo que cazaba mucho, pero que no le
gustaba madrugar, a diferencia del hidalgo. Y lo que cazaba iría a la olla y al
salpicón, junto a la vaca… o no, y estoy suponiendo mucho, y lo comía aparte…
O, si solamente cazaba palominos, los comería los domingos. Pero, en este
último caso, ¿por qué no criar palominos? Así no tendría que cazarlos.
»Llamaban al hidalgo "Quijada" o "Quesada". Lo primero es el hueso en que están encajados los dientes y las muelas, lo segundo es un pastel de queso. ¿Quiénes lo llamaban así? Los autores que han informado del caso. ¿Por qué os lo cuento? Porque parece gracioso. «Quijada» se parece a «quesada» si se escribe como en el Siglo de Oro (quixana), y quizás os figuréis que moviendo las quixadas, los autores que han informado del caso comían muchas quesadas. No acertaría a decíroslo, porque sobre ello no me he informado. De hecho, no he encontrado información; solamente conjeturas verosímiles sobre cómo se llamaba, aunque no es muy importante. Se llamaba "Quijana", que es una mezcla de "quijada" con "quesada", de hueso con queso, de lo duro con lo blando; pero no comáis queso con hueso porque perderéis los dientes y las muelas y acabaréis en la mortaja con calzas (o con vellorí de lo más fino, que no se le parece, pero que puede incluirse en las ropas del difunto). Y lo del nombre o sobrenombre no importa, porque lo importante es la historia que transcurrió hace años en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, pero sin querer faltar a la verdad en la narración. Me acordaré de lo que quiera, siempre que sea cierto».
¿Hasta dónde sería capaz de leer el amable lector un libro tres o cuatro veces mayor que El Quijote original, pero compuesto con este estilo?
Para hacerse una idea, puede empezar por la novela Tiempo de silencio, publicada en 1962 por el español Luis Martín Santos.