A todos en la escuela nos han hablado de La Celestina: esa obra escrita a caballo entre la Edad Media y la Moderna, de género incierto (porque, aunque tiene pinta de obra de teatro, no lo es), llena de episodios «obscenos», donde los personajes nobles se mezclan con los más plebeyos y donde, en consecuencia, el lenguaje elevado alterna con el popular. De lo que no se nos suele hablar es, sin embargo, de que, como todo éxito editorial, generó un torrente de imitaciones. Y, si acaso se hace mención de ellas, es para desautorizarlas, por ser muy inferiores a la obra primera y original.
No obstante, de lo que parece que ni se percatan los que les restan valor a las imitaciones es de que estas contribuyeron a la vulgarización de un género —la comedia humanística, que es a la que pertenece La Celestina, y que se caracteriza por su estructura formalmente teatral, aunque destinada solo a la lectura, a causa de su extensión—, que es al que pertenece La Celestina, ya que las obras de esta clase se escribían en latín y no en lengua vulgar (en nuestro caso, el castellano o español). El imitar a La Celestina para ganar dinero animó a la gente docta —la que sabía leer y escribir, que en aquella época era muy pequeño número— a usar su lengua materna para componer comedias humanísticas en vez de la lengua latina, lo que significó que las lenguas vulgares sirvieran para expresar lo mismo que la que se consideraba la lengua superior, esto es, para dignificar las lenguas vulgares.
Pero hay otra cosa que se olvida: que en España contribuyó a separar el texto teatral de su representación, favoreciendo el desarrollo de la novela dialogada, que llegaría a su cumbre a finales del siglo XIX con las novelas dialogadas de Benito Pérez Galdós El abuelo y Realidad.
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