En un curso
de escritura que hiciste una vez te contaron que ha habido escritores —aspirantes a
escritores, por mejor decir— que comenzaron a escribir decenas de obras
—decenas, sí, y, además, aparentemente buenas e ingeniosas—, pero que no han terminado
ninguna, ya que, extinguida la emoción inicial, no saben cómo seguir. Esto te
lo contaban los que impartían el curso para que compusieses siempre tus obras
con un plan prefijado: un plan circunstanciado y minucioso, que incluyera todas
las escenas y el tema de los diálogos, de modo que el escribir no fuese más que
seguir dicho plan.
Y, aunque tenían
razón, no podías ocultarte a ti mismo que esa clase de aspirantes a escritores
que se lanzan y llenan diez, quince, veinte o cincuenta folios, y después lo
dejan al no saber cómo seguir, te inspiran cierta conmiseración, ya que tú
también has hecho como ellos en muchas ocasiones. «¡Pero por lo menos escriben algo!
—piensas—. ¡Hay otros que dicen que abrigan proyectos de grandes obras, y que nunca escriben ni una línea siquiera!». Eso sí, lo que no puedes negar es que
el resultado en ambos casos es el mismo: que la obra literaria no llega a nacer
siquiera.
Y, pensando
en esto, caes en la cuenta de que la misma actitud de esos escritores de
empezar las cosas y no terminarlas, o de no empezarlas siquiera, la hallas en
otros ámbitos de la vida: la hallabas en la escuela, cuando se formaban grupos
para alguna tarea, en los cuales siempre te juntaban con algún compañero que
tenía grandes ideas, pero que, por lo irrealizables que eran, no se dedicaba
más que a lamentarse de que carecía de tiempo de medios. También has conocido a
gente que soñaba con organizar un gran acto, con mucha gente, y que solo tenía planeado
cómo citar a los participantes; de manera que, así que estos empezaban a plantear
objeciones o a hacer sugerencias, perdía el interés. Y, ejerciendo tu profesión,
también has topado con colegas que se pasaban días y días divagando sobre cómo
reorganizar el trabajo, pero que eran incapaces de concretar las ideas
abstractas que les venían a la mente; y aun has topado con colegas que sí que
sabían qué era lo que concretamente querían resolver, pero que nunca se lo
decían a los responsables de resolverlo.
Y, pensando
en todo esto, te acuerdas también de las palabras de algunos comentaristas del
historiador romano Tácito, que se figuraban que los bárbaros eran muy arrojados
al principio, pero que pronto su arrojo decaía porque se asemejaban a la nieve
—entre la que vivían—, que es muy fría y muy activa por muy poco tiempo. Y
piensas que quizás eso es lo que pasa, pura y simplemente: que nos hemos
convertido todos o la mayor parte de nosotros en bárbaros.