El 29 de mayo de 1453 la ciudad de Constantinopla cayó en manos de los turcos otomanos, y con ella cayeron los restos de lo que había sido el Imperio romano de Oriente (también conocido como Imperio bizantino), que de abarcar mil años antes toda la península balcánica y la mayor parte del Oriente Próximo había quedado, al final, reducido a su capital y a unos pocos territorios cercanos.
A pesar de la resistencia de los bizantinos, los turcos, que los superaban notablemente en número y armas, tomaron la manzana de oro, que era como llamaban a la que en su día había sido la segunda Roma. El último emperador de los romanos —este seguía siendo su título—, Constantino XI Paleólogo (que, por paradojas de la historia, se llamaba igual que el fundador de la ciudad), consciente de que no había nada que hacer, decidió no rendirse y, por tanto, morir luchando junto a sus compatriotas. Desaparecido en el fragor del combate, parece que su cadáver fue reconocido gracias al calzado: a los chapines de color púrpura que llevaba —símbolo de su autoridad imperial—; si bien la gran confusión que siempre ha reinado sobre su fin favoreció que el pueblo, que lo consideró un héroe, forjara la leyenda de que, en realidad, no había muerto, sino que un ángel lo había convertido en estatua de piedra y que tarde o temprano volvería a la vida para recuperar a Constantinopla.
Una de las cosas más curiosas del Imperio romano de Oriente es que durante el milenio largo de su existencia se había acabado transformando en un imperio esencialmente griego. El latín, que era la lengua oficial de los romanos —y de todo el vasto territorio que habían conquistado— fue sustituido en aquellas regiones orientales por el griego, que siempre se había usado allí más, por lo que se volvió el continuador de la civilización griega: la de la Grecia antigua que siempre nos han pintado y que representan nombres como Homero, Hesíodo, Platón, Aristóteles, Aristófanes, Esquilo, Sófocles, Eurípides…, cuyos textos el Imperio bizantino guardó, conservó y transmitió a Occidente. Además, por el peso de la gran tradición cultural de la antigua Grecia, el idioma griego se conservó con enorme pureza durante todo ese tiempo.
Pero ni que decir tiene que, según se iba perdiendo tierra (primero ante los árabes y, al final, ante los turcos), la lengua vino a menos, al ser cada vez menos usada en los diversos ramos de la Administración; y donde se mantuvo fue dejando de parecerse a la de la Antigüedad. Por tal manera, cuando Grecia consigue librarse del dominio turco a principios del siglo XIX, los patriotas se ven obligados a reinventar artificialmente su idioma (e imponer lo que ellos llamaban katharévousa: ‘lengua depurada’) para que se asemejase lo más posible a aquel otro griego, y que, como difería tantísimo del griego popular, desencadenó un conflicto social que duró casi siglo y medio (la «cuestión lingüística griega»), hasta 1976, año en que el griego popular venció para siempre a la arcaizante katharévousa. Y, cuando esto ocurrió, formalmente (porque, como hemos dicho, ya había ocurrido, en realidad, mucho antes) los griegos dejaron de entender aquel otro griego que era el que los estudiantes de Humanidades de todo el mundo aprendíamos (y que seguía siendo por ello, en cierto modo, una lengua universal) y Grecia dejó de ser, por tanto, aquella misma Grecia de togas que nos pintaban en los cuadros, esculturas y películas cinematográficas, y que a buen seguro no habría dejado de ser si no hubiera desaparecido del todo el Imperio romano de Oriente.
Cuando cayó Constantinopla, Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II, dijo: «Esta es la segunda muerte de Homero y también la de Platón». ¿A alguien le cabe duda?